miércoles, 14 de noviembre de 2012

La fuente del angel

La Fuente del Angel fue construida por el Cabildo de la Ciudad de Morelia en 1871 para surtir de agua a los vecinos de la rinconada que forman las antiguas calles denominadas del Tecolote y del Alacrán, ahora García Obeso esquina con Guerrero, en terreno que perteneció a la huerta del Convento de San Agustín. El nombre de Pila del Ángel, se debe a que una leyenda de los vecinos narra que un ángel bajó desde lo más alto de los cielos para extraer de las aguas de la pila a una niña que se ahogaba. 

Hace mucho tiempo en la ciudad de Valladolid, hoy Morelia, una señora fue a España a visitar a su esposo. 

Un día se reunió con sus amigas en una fuente para contarles lo maravillosa que es España y todas llevaron a sus hijos, les contó que había muchos palacios y colonias muy hermosas y que trajo muchos vestidos de ese hermoso país.

Después de rato su hija le dijo que tenia mucha sed, ella le dijo que en un rato irían a su hogar. Paso un rato y la niña insistió en que tenia sed, ella le contestó lo mismo. Después de otro rato, la niña, desesperada, instinto de nuevo a su madre que tenia sed y su madre para que se tranquilizara le dijo que bebiera agua de la fuente, ella se inclino para beber y de repente calló al agua y al no poderse incorporar, empezó a ahogarse y a gritar. La madre al principio no la escuchaba pero al no encontrarla se dio vuelta y la vio que estaba dentro de la fuente, también comenzó a pedir auxilio, cuando, de repente, justo un momento antes de que la niña se ahogara, bajo un ángel del cielo y tomo a la niña que estaba en la fuente, la cargo entre sus brazos y la deposito en los brazos de su madre. 


martes, 13 de noviembre de 2012

La cueva del toro


Morelia tiene alrededores tan hermosos como pocas ciudades del país. Limitada al norte y al sur por dos ríos que llevan agua todo el año, tienen sus praderas siempre verdes; la alfalfa, el trébol, la lechuga y los rosales perennemente las esmaltan con su verdor y sus colores; los fresnos, los sauces y los eucaliptos la ciñen y le dan sombra y frescura. Más allá, por todos lados montañas azules que en tiempo de aguas se revisten de esa menuda hierba que parece terciopelo verde y de esa infinita variedad de florecillas sin nombre que manchan de amarillo, morado, rosa y blanco su plegada superficie. Sus crepúsculos son siempre espléndidos. Al tramontar el Sol la crestería del ocaso, inflama las nubes con luces de una maravillosa coloración y transparencia. El oro viejo, el gualda, el carmín, la violeta, el ópalo, la turquesa, la esmeralda, el rubí, el topacio, el zafiro y la amatista presentan al Sol sus colores para embadurnar la gigante paleta del cielo, en esas tardes de octubre que son las más hermosas del año para pintar sus crepúsculos.
Al oriente, la antigua calzada de México bordeada a lo largo por ambos lados de animosos y copados fresnos que se cruzan formando una espesa bóveda de follaje por donde atraviesa el Sol trabajosamente, termina en la loma que llaman del Zapote.
Desde su parte más alta se contempla un panorama grandioso. En primer término una arboleda de fresnos, inmensa, fastuosa, en cuya cima destacan las casas, las torres y las cúpulas revestidas de brillantes azulejos. Más allá el elevado pico de Quinceo coronado de obscuros pinares, el azul pico del Zirate y las no menos azules ondulaciones de las montañas de San Andrés, desde donde el moribundo Sol lanza sus ardientes melancólicas miradas de despedida a Morelia que las recibe amorosa reclinada en su lecho de perfumadas flores. Al sur, desde la cañada del rincón, se lanza como flecha gigantesca hacia la ciudad un acueducto romano de arcos de piedra ennegrecida por los años, que la surtió en otro tiempo de gruesa y sabrosa agua.
Por este rumbo, acostumbraba yo pasear cuando era estudiante, así por hacer ejercicio como por respirar el puro y perfumado aire que sopla en aquellos contornos. En uno de tantos paseos tropecé con un socavón misterioso cuya entrada en una de las ondulaciones de la loma, estaba cubierta con esas colosales matas de malva que crecen con opulencia. Entreabrí el follaje y no sin un poquito de temor, baje por unos malhechos peldaños que dan acceso al fondo oscuro de la cueva que sigue en dirección al oriente.
Es tan alta que un hombre de estatura regular puede erguido marchar dentro de ella. Anduve como unos diez metros hacia dentro impidiéndome el paso el escombro de un derrumbamiento antiguo y según las huellas intencional, como si alguien hubiera querido obstruir el paso con premura. Sin embargo, por los intersticios del escombro, pude notar que la cueva seguía obscura y profunda hasta llegar a un punto abierto al aire libre porque soplaba un viento húmedo y frío de dentro hacia fuera. Y como en esos momentos soplaba el haz de la tierra un viento fuerte, percibía yo debajo en la cueva, uno como ronco mugido semejante al son que produce la más grave de las contras de un órgano, al vibrar el aire en su ancha boca de madera.
Salí de la cueva; ya un pastor apacentaba por ahí unas vacas que ramoneaban la húmeda hierba; presumiendo que sabría algo fantástico de ella me aventure a trabar conversación con él pidiéndole la lumbre para encender un cigarrillo.
- "¿Has entrado alguna vez en esa cueva? -Le pregunté después de arrojar la primera bocanada de humo. A esta pregunta inesperada abrió asombrado los ojos y contesto:
-!Ah, señor! Como había yo de penetrar en esa cueva donde hay un toro encantado que apenas nota que entra uno y enseguida brama y acomete.
Siguiendo yo mi inclinación por las tradiciones y las leyendas populares que me encantan, me decidí a rogarle que me contase lo que sabía de la cueva.
-Con mucho gusto -me dijo-, y sentándonos a la sombra de un árbol sobre el césped, empezó de la siguiente manera, pico más pico menos.
Ha mucho tiempo, no sé cuánto, allá cuando los españoles dominaban en México, que en esta loma estaba la casa de la hacienda que llamaban Del Zapote por un añoso árbol de esa especie que se encontraba allí corpulento y frondoso. Las ruinas casi imperceptibles que a lo lejos se ven son los únicos restos de la casa. La acción de los años y el abandono, cubriendo de maleza y jaramagos los muros ennegrecidos y musgosos, dieron con ellos en tierra, sin quedar para memoria otra cosa que esos montones de sillares donde crecen robustas las nopaleras, las malvas y la yedra.
Sus moradores son las culebras y las lagartijas que a las horas de bochorno salen a calentar su frío cuerpo y al menor ruido se esconden presurosas.
Entre esos escombros está la otra boca de la cueva que de fijo se abría en algún cuarto secreto de la casa, que servía para comunicarse los de adentro con los de afuera sin ser notados. Unos dicen que es tan antiguo ese socavón como lo era la casa de la hacienda; otros que fue hecho posteriormente por los monederos falsos que hacían pesos carones de cobre. Y esto último que se tiene relación con el nombre que lleva a la cueva. Yo tengo muchos años muchos muchos, no sé cuántos; pero vi el primer cólera y también el segundo. Vivía en el pueblo de la Concepción, ese pueblo cuya capilla está en ruinas y ahí en el cementerio sepulté a mi padre tan viejo como yo. Sabía muchas cosas del rey y de los monederos falsos. Y a él fue a quien lo oí referir lo que a mi vez refiero al presente. Por la boca de la cueva que está ahí entraban y salían los monederos, sin que nadie los notara y fuera a denunciarlos, según contaba mi padre que lo había oído decir en las noches de velada al calor de la lumbre, cuando mi abuelo contaba cosas medrosas. En las ruinas, en cuanto cerraba la noche, se veían luces errantes andar de cuarto en cuarto, por entre las grietas de los muros y las hendiduras de las ventanas; se escuchaban frecuentes golpes de martillo, como si los dieran en el centro de la tierra y mucho ruido de cadenas, que ponía espanto aun en el corazón más animoso y valiente. Si los muchachos se aventuraban a ver por el agujero de la llave del herrado portón el interior de aquella casa en ruinas, veían procesiones de esqueletos cuyas calaveras hacían terribles muecas, llevando en las manos huesosas cirios negros encendidos, y que en llegando al ancho patio, luchaban unos con otros apagándose las velas en las obscuras cuencas de los ojos, ya dando apagados alaridos ya soltando carcajadas al abrir aquella mandíbula de abajo que semejaba carraca demolida. La entrada de la obscura cueva estaba custodiada por un bravísimo toro que bramaba y acometía feroz cuando alguien se atrevía a separar las matas que obstruían el paso, toro que le dio el nombre a la cueva como llevamos dicho, y que aún hoy día, aunque no se ve el toro, sí se oye el bramido.
Supo el gobierno del rey que en aquellas apartadas ruinas se fabricaba moneda falsa, y en seguida se presentaron los alguaciles y la gente de armas sorprendiendo a los monederos que no tuvieron manera de huir. Se defendieron desesperadamente y cayendo uno aquí y otro allá, todos fueron muriendo atravesados por las balas de los arcabuces, quedando sus cadáveres a merced de los buitres que por muchos días comieron carne de monederos falsos.
Después acá, cuando las sombras de la noche cubren el campo y las estrellas brillan en el obscuro cielo; cuando el silencio ha cubierto los campos con sus alas y se han dormido los pájaros y los ganados, se oyen de vez en cuando ayes lastimeros, tranquidos de palos que chocan, mugidos lejanos que producen en el ánimo pavor y miedo. Hoy por hoy que ya han desaparecido las ruinas no hay ya nada extraño y sólo queda para recuerdo la cueva y su nombre.



El callejón del muerto


En tiempos que ya pasaron, la iglesia de San Francisco de Valladolid estaba circundada por una tapia ondulada por cuya cima sobresalían copados fresnos y agudos cipreses. Al lado norte corría una estrecha calle de oriente a poniente limitada por casuchas destartaladas y por la tapia ondulada del cementerio. Como a la mitad de la calleja, había una casa que nadie jamás quería habitar por los espantos que según la fama en ella había, no sólo en esas horas medrosas de la noche en que doblaban las campanas de la vecina torre en sufragio de las ánimas del Purgatorio, sino hasta en la mitad del día, cuando los rayos del Sol todo lo iluminan y alegran. Sonar de pesada cadenas que se arrastran; crujir de goznes enmohecidos de puertas que se abren; maullar de gatos embravecidos; aullar de perros extraños; voces destempladas que gimen y sollozan; luces que se apagan y vuelven a brillar como fuegos fatuos; piedras lanzadas por mano invisible era lo que ordinariamente sucedía en aquella casa que dio nombre a la calleja que es el objeto de esta leyenda.
Don Diego Pérez de Estrada era un comerciante en paños, sedas y mantones que después de haber recorrido varias ciudades de la Nueva España por razón de su comercio, había fijado su residencia definitiva en Valladolid, por considerarla mas apropiada para sus proyectos de casarse con una heredera acaudalada cuanto bella y volverse luego a su pueblo que estaba situado entre las sinuosidades de las montañas santanderinas.
En efecto, entre la muchedumbre de muchachas vallisoletanas que acudían a su vistosa tienda conoció a la más linda y más rica joven que sobresalía entonces como reina de la belleza y de la gracia en esa tierra legendaria.
Doña Inés de la Cuenca y Fraga, huérfana de padre y madre y heredera de una de las más extensas y poderosas haciendas de la Tierra Caliente, rayaba en los veinte abriles y su reja era la mas rondada por los galanes más garridos de entonces. Y con razón. No era alta mas tampoco baja. Esbelta como palmera. Blanca como el armiño. Sus pies pequeños y arqueados. Sus manos llenas de hoyuelos con dedos redondos, largos y agudos. Sus brazos hechos a torno y cruzados por venas azules. Sus mejillas sonrosadas. Su barba partida. Su boca pequeña y purpúrea. Su rostro ovalado. Su frente pura y tersa. Su larga y espesa mata de cabellos parecía un haz de luz dorada. Sus dientes como dos sartas de perlas apretadas. Su nariz griega. Sus cejas finas y bañando todo aquel conjunto armónico la brillante luz de los soles de sus ojos cercados de crespas y áureas pestañas.
En lo moral era tan bella como en lo físico. Sus manos siempre abiertas como su corazón para aliviar las miserias de los enfermos y de los pobres. Su piedad severa, tierna y agradable. Su hablar cadencioso y mesurado estaba pronto a defender la honra de los demás mordida por la envidia o por el odio. Las viudas y los huérfanos encontraban en su casa, calor, techo y pan. De su cuenta no hubiera ningún desnudo ni hambriento. Todos tendrían casa en que vivir y comerían gallina. El día que nadie le pedía un favor se entristecía. En suma era una flor de virtudes. Don Diego, hombre de mundo, supo infiltrar paulatinamente en aquella hija de Eva tan hermosa y tan buena el amor, amor sincero, puro, acendrado de parte de ésta; amor interesado, vano y superficial de parte de aquél. !Pobre muchacha! Había caída en las redes del amor como la mosca en la tela de la araña.
Propiamente en Valladolid don Diego no había hecho de las suyas, a lo menos que en publico se supiese; en otras partes, había sido un calavera de marca, cuya patente la había logrado formar a fuerza de galanteos, cuchilladas con los matachines, y palos con las rondas. Era rumboso en extremo. Gastaba joyas riquísimas. Vestía con elegancia. Entre los suyos hablaba como carretero o peor que carretero y entre los extraños se expresaba pulcramente. No tenía, como suele decirse, padre ni madre ni perrito que le ladre. Conservaba en su atildada persona la apariencia de hombre de bien que necesitaba para lograr sus fines, y así pudo enredar a doña Inés.
Noche a noche a la luz de la luna o a la luz de la vela que ardía ante la imagen de la esquina, se veía a don Diego envuelto en su amplia capa ya yendo y viniendo a lo largo de la calle, ya al pie de la reja de su dama en íntimos coloquios con ella. A veces una alegre serenata lanzaba al viento sus acordes vibrantes y sonoros o sus quejas plañideras y sombrías, como señales del estado de ánimo de don Diego.
Llegó por fin, el día solemne en que don Diego pidió a doña Inés su mano. Esta antes de resolver quiso consultarlo con su padre espiritual para obrar con prudencia en un paso tan grave como el matrimonio.
Fray Pedro de la Cuesta, religioso franciscano, varón de acrisoladas virtudes, era el padre espiritual de doña Inés y al ser consultado por ésta acerca de si le convenía, o no casarse con don Diego, aplazó la resolución de aquel caso hasta no informarse minuciosamente de la conducta y origen de aquel aventurero que no de otra cosa tenía la catadura, a pesar de las apariencias. Después de muchas y laboriosas pesquisas supo que don Diego era de una familia santanderina de regular categoría y fortuna; pero que el era un hijo prodigo que pidió a su padre la parte de la herencia que le correspondía, para venirse a la Nueva España donde la disipó viviendo mal. Con lo que escapó de la prodigalidad, emprendió el negocio de andar de feria en feria con su carga de paños, sedas y mantones de Manila y a la fecha, con la experiencia adquirida, había logrado moderar su conducta y reunir una fortunilla que le permitía, a el solo, vivir desahogadamente y hasta con rumbo; que a varios de sus amigos había expresado más de una vez, que él por los excesos de su vida pasada, ya no podía amar de verdad, por tener gastado el corazón y que si fingía amor ardiente a doña Inés, era menos por ella que por sus cuantiosos bienes que a todo trance quería hacer suyos. De ella. . . ya se desharía a la mejor oportunidad que no faltaría.
Como del cielo, la tierra no hay nada oculto, el buen fraile pudo averiguar todo esto para aconsejar a su hija espiritual; y la aconsejó y ella hizo caso del consejo y dijo a don Diego que no, en una de las más bellas noches de invierno, a la luz de las estrellas y en el silencio de la reja.
Aquel no de la niña cayó sobre don Diego como terrible puñalada que de pronto lo dejó anonadado hasta más no poder; pero vino en seguida la reacción, y enfureciéndose, prometió llevar a cabo la más terrible de las venganzas en la persona del consejero.
Por varios días anduvo meditando la venganza. Realizó su mercancía. Quitó la tienda, y alquiló un cuartucho en la calleja que corre al lado norte del cementerio de la iglesia de San Francisco. Allí vivió algún tiempo acompañado tan sólo por un paisano suyo que era su dependiente y que ignoraba sus planes siniestros.
Una noche de tormenta en que las nubes negras y espesas se revolvían en el cielo como olas gigantes de un mar suspendido en el firmamento; en que los relámpagos y los truenos iban unos tras otros en precipitada marcha como ejército brillante y destructor; en que el viento enfurecido bramaba entre las calles oscuras y desiertas; en que la lluvia y el granizo azotaban sin piedad a Valladolid por todas partes; un embozado salía del cuartucho, entraba por la puerta del cementerio cruzaba por entre los sepulcros y los árboles y llegaba a la portería del convento. Dio tres o cuatro golpes con el llamador de bronce que era un lebrel que tenía entre sus patas delanteras una bolita. En seguida se abrió la puerta guarnecida de enormes clavos de bronce enmohecido, chirriando en sus goznes. Al aparecer al lego portero con su capucha calada, le dijo el embozado: -Hermano, en la vecina calleja un moribundo quiere confesar sus culpas a fray Pedro de la Cuesta. Decidle que por caridad no rehuse oír su confesión.
No tardó el religioso en salir y acompañado de aquel embozado se dirigió al sitio donde estaba el enfermo. Penetró en el cuartucho que estaba débilmente iluminado por una vela de cebo. Se acerco al lecho del moribundo que no era otro que don Diego. Le habla una y otra vez y don Diego no responde. Da voces el padre; entra el embozado, registran a don Diego y le encuentran muerto, empuñando una daga con la cual iba a matar a fray Pedro, en cuanto este, se acercase, a oír su confesión. En seguida se alejó más que de prisa el religioso exclamando: -!Yo confieso a vivos pero no a muertos!
A la mañana siguiente se divulgó en un momento el caso maravilloso y toda la gente decía: -”Vamos al callejón del muerto.”

La mano en la reja


En una casa al inicio de la conocida calzada de guadalupe, en morelia, moraba hace muchos años, muchisímos años un hidalgo tan noble como el Sol y tan pobre como la luna, sus abuelos allá en la madre patria, habían hospedado en su casa a don Carlos V y a don Felipe II, su padre había sido real trinchante, camarero secreto y guardia de corps de don Felipe V, y él, últimamente había desempeñado en la corte un cargo de honor que, despertando las envidias primero y las iras después, de los privados y favoritos, había tenido que refugiarse en este rinconcito de la Nueva España que se llamó Valladolid, para ponerse a cubierto de unas y otras. Era don Juan Nuñez de Castro, hidalgo de esclarecido linaje y sangre más azul que la de muchos.
Vinieron con el de España, su esposa doña Margarita de Estrada y su hija única doña Leonor. Era doña Margarita, segunda esposa, como de cuarenta años, gruesa de cuerpo. Hablaba tan ronca como un sochantre. Su pupila azul parecía nadar en un fluido de luz gris dentro de un cerco de pestañas desteñidas. La nariz roja y curva como de guila le daba el aspecto de haber sido en su tiempo gitana de pura sangre. Era rabiosa, más que un perro y furibunda como pantera. Con el lujo desplegado en la corte arruino a su marido irremediablemente.Y hoy en día, casi expatriados, en un medio que no era el suyo, consumía los restos de su antiguo esplendor y riqueza.
Era doña Leonor, entenada de doña Margarita e hija de la primera esposa de don Juan. Su belleza era sólo comparable a la de la azucena, blanca como sus pétalos y rubia como los estigmas de sus estambres.
Su cabellera rubia le envolvía la cabeza como en un nimbo de oro. Su nariz recta y sonrosada. Su boca pequeña, roja como cacho de granada. Sus labios delgados y rojos que al plegarse para sonreír mostraban dos hileras de dientes diminutos y apretados como perlas en su concha. Sus pupilas azules como el cielo parecían dos estrellas circuidas de un resplandor de luz dorada e intensa. Su cuerpo esbelto y delgado como una palma del desierto. De un temperamento dulce y apacible, de una delicadeza y finura incomparable que revelaba a las claras el origen noble de su madre.
Madrastra y entenada eran una verdadera antítesis. Un contraste de carácteres. Mas como la gitana había dominado a don Juan, lo había hecho también con Leonor, quien sufría constantemente las vejaciones que el destierro de la corte, la miseria de su situación y las pretensiones de su madrastra la hacían sufrir sin remedio. No podía la noble muchacha asomarse a la ventana, ni salir a paseo ni tener amigas, ni adornarse, ni siquiera dar a conocer que existía. Debía estar constantemente o en la cocina guisando o en el lavadero lavando o en las piezas barriendo. Jamás había de levantar los ojos para ver a nadie. Y !ay de ella!, si contrariando las órdenes que se le habían dado se asomaba al balcón o se adornaba, pues que había en casa sanquintín, perdiendo Leonor en todo caso.
Vino a Valladolid un noble de la corte del virrey a pasar semana santa como era costumbre en aquella época, y habiendo visto a Leonor en las visitas de monumentos quedó en seguida prendado de su hermosura. Ella por su parte no miró con malos ojos al pretendiente y desde luego, mediando el oro, recibió una carta en que se le consultaba su voluntad. No tardo mucho en contestarla, citando al galán para las ocho de la noche en la reja del sótano, lugar donde para sustraerla de las miradas de la juventud vallisoletana, la tenía confinada doña Margarita.
Era el galán don Manrique de la Serna y Frías, oficial mayor de la secretaría virreinal cuyos padres residían en España. Su posición en México superaba a toda ponderación. Joven, inteligente, activo, sumiso, lleno de las esperanzas, con su buen sueldo en la corte, estimado del virrey y de la nobleza mexicana, laborioso casi rico. De seguro que al presentarse a don Juan de por sí o con una carta del virrey, este si consentía Leonor, no le negaría la mano de su hija, aunque doña Margarita se opusiera por no sacar ella ganancia ninguna del asunto. Pero don Manrique quiso primero estar seguro de la voluntad y del amor de Leonor. Pues bien para ahuyentar a los curiosos y conociendo perfectamente el poco ánimo de la gente y el miedo que causaban en ella los duendes y aparecidos, vistió a su paje de fraile dieguino, después de haberle pintado en su rostro una calavera, con la consigna de pasearse de un lado a otro a lo largo de la calzada de Guadalupe como ánima en pena, mostrando lo más que pudiese la calavera. Sonó el reloj de la catedral pausadamente las ocho de la noche y en seguida todos los campanarios de la ciudad, comenzaron a lanzar los tristes clamores, implorando los sufragios por los difuntos, según las costumbres de aquella santa época. La luna iba dibujándose entre las ligeras nubes que como con un manto de encaje envolvían el horizonte. Un vientecillo suave soplaba suavemente moviendo las ramas de los árboles y embalsamando el ambiente con el penetrante perfume de los jazmines. Todo estaba mudo, silencioso. El fingido difunto se paseaba a lo largo del muro donde estaba la reja del sótano, y la gente que se atrevía a verle la cara, corría despavorida, lanzando destemplados gritos. Entre tanto don Manrique se acercaba a la reja del sótano para platicar con doña Leonor.
Noche a noche, a las ocho, brotaba sin saber de donde aquel espanto que traía asustados a todos los pacíficos moradores de la calzada de Guadalupe, de modo que a las siete y media de la noche, en que terminaban los últimos reflejos del crepúsculo y se envolvía el cielo en su gran manto de estrellas, la gente estaba ya recogida en sus casas medrosa y espantada.
No le pasaba lo mismo a doña Margarita que maliciosa como era, anduvo espiando -sabedora del espanto y víctima ella misma de él-, el momento oportuno de averiguar el misterio. Descubrió al fin la patraña y usando de su para ella indiscutible autoridad, una vez, estando doña Leonor platicando con don Manrique acerca de los últimos preparativos para pedir su mano a don Juan, cerró por fuera el sótano dejando prisionera a dona Leonor.
Don Manrique llamado apresuradamente a la corte y llevando ya el proyecto de que el virrey le pidiese a don Juan la mano de su hija para él, partió al día siguiente con su comitiva para México.
Doña Leonor al querer al día siguiente salir del sótano, para entregarse a sus ordinarias ocupaciones, encontró que no podía salir por estar cerrada por fuera la puerta. Así pasó todo aquel día llorando y sin comer. Don Juan no la extraño porque jamás se presentaba en la mesa; duraba días y días sin verla; así es que no notó su ausencia. Además, había salido de Valladolid a fin de arreglar los últimos detalles de las siembras de una hacienda no lejana que había comprado con la herencia materna de su hija y por lo mismo no pudo darse cuenta de la prisión de doña Leonor.
Mas como doña Leonor no quería perecer de hambre y conservarse para su muy amado Manrique, durante el día sacaba por entre la reja su mano aristocrática pálida y casi descarnada, a fin de implorar una limosna por amor de Dios a los transeúntes que siempre ponían en ella un pedazo de pan. Doña Margarita había difundido que doña Leonor estaba loca y que se ponía furiosa y por eso estaba recluida y como no le bastase el mendrugo que le suministra la madrastra, por eso pedía pan. El espanto había acabado, ya no se veía al fraile discurrir por la noche a lo largo del muro; pero hoy de día no cesaba de estar una mano pálida como de muerte implorando por la reja la caridad publica, con voces débiles y lastimeras.
Mas un día, día de Corpus Christi, por más señas, cuando las sonoras campanas de la catedral echadas a vuelo pregonaban la majestad de la eucaristía que era llevada por las calles en medio de una pompa inusitada, llegaba a la puerta de la casa de don Juan, una comitiva casi real, a cuyo frente iba don Manrique que traía para don Juan la carta del virrey en que para el le pedía la mano de doña Leonor. Don Juan, asustado, conmovido, empezó a dar voces llamando a doña Leonor. Doña Margarita se había ido al corpus, de modo que nadie respondía, hasta que los criados, sabedores del martirio de doña Leonor, le descubrieron el escondite. Abrieron la puerta y quedaron petrificados, al ver que doña Leonor estaba muerta. Fueron aprehendidos en el acto padre, madrastra y criados, y consignados a las autoridades reales, sufriendo al fin cada cual el condigno castigo.
Don Manrique engalanando el cadáver de doña Leonor con el traje blanco de boda que llevaba para ella, le dio suntuosa sepultura en la iglesia de San Diego.
Después por mucho tiempo, se veía a deshora en la reja del sótano una mano aristocrática, pálida y descarnada como un lirio marchito, que apareciendo por la reja del sótano imploraba la caridad pública pidiendo un pedazo de pan por amor de Dios.
 

Leyenda de Catedral

Cuentan que la condesita de Linares, Doña Martha Jimena de Monserrat, sobrina del Virrey don Joaquín de Monserrat, Marqués de Cruillas, llegaba a la ciudad de Morelia porque se lo había prescrito un médico, ya que estaba postrada y convaleciente de una larga enfermedad y según los doctores, sólo en Morelia podría recuperarse por el mejor clima recomendado. La condesa tenía fama de ser muy bella y más generosa, el Virrey la quería como si fuera su propia hija, ya que la condesa era huérfana, tenía veinticinco años y su sencillez cautivó a las gentes del lugar. Dicen, que la Catedral de Morelia estaba engalanada para recibirla y el sacristán Pedro González y Dominguez, se quedó extasiado mirándola. Y más que extasiado se enamoró de ella. Pero... ¿Cómo un pobre sacristán podría aspirar a su linaje? Le escribió una carta de amor, y en uno de esos días que la condesa iba a Misa a la Catedral, tropezó con ella, le hizo caer su devocionario y, el sacristán se inclinó a recogerlo e introdujo su carta de amor entre las paginas.  La condesa le mostró indiferencia, pero un día, cuando recibía la comunión en la Catedral, se dio cuenta que de los ojos del sacristán brotaban dos lágrimas de amor y admiración por la condesa.  Fue entonces cuando se dio cuenta lo que sentía por el criollo. Al siguiente día, la condesa dejó su anillo en el cesto de las ofrendas en señal de correspondencia.
La felicidad del sacristán fue tan grande que casi se vuelve loco. La condesa le correspondió con otra carta de amor. Pero le pedía respeto y prudencia. Los dos enamorados se veían en la capilla de las ánimas, ella iba acompañada de su dama, llevaba ramos de flores que el sacristán ayudaba a colocar debidamente. Mantuvieron en secreto su amor, nadie podría saber que la sobrina del representante del Rey era la novia de un sacristán. Ella, para poder arreglar la situación decidió volver a España y pedirle al Rey que le diera algún título al sacristán para poder contraer matrimonio. Se separaron con la promesa que ella le hizo del regreso. Pasaron cinco meses y un mandatario del Rey llamó al Puerto de Veracruz al sacristán. Él pensaba que había regresado su amada. Pero no fue así. El mandatario del Rey anunció que la condesa había muerto y que a Don Pedro González le había nombrado el Rey el cargo de intendente de Nueva Galicia. Pero el sacristán renunció al cargo, regresó a Morelia, y en pocos días dicen que envejeció, lloraba y se refugiaba en la capilla de  las ánimas, la gente decía que había regresado enfermo de Veracruz, que allí habría contraído alguna enfermedad...
Y según dicen en Morelia, en la víspera de la Noche de Muertos, si te acercas a la capilla de las ánimas, se percibe la sombra de Pedro González, el sacristán, que está idolatrando a su amada la condesa española. Tal vez debemos pensar que, las almas que se aman no deben separarse jamás, por mucho que les obligue el destino.